1007. Abolir el tabac (2)
Segona part de l’article de Rutger Bregman sobre la indústria tabacalera publicat a El País. El seu títol: «Una caladita de cianuro, arsénico e isótopos radiactivos: por qué hay que abolir la industria del tabaco».
Me n’adono que tinc un llibre a mitges llegit de Rutger Bregman: a veure si l’acabo i en faig cinc cèntims.
«Mientras tanto, el sector puso en marcha una serie de “innovaciones” que, en teoría, iban a hacer el cigarrillo “más seguro”. Pero los trucos —filtros, ventilación, cigarrillos light— eran un puro fraude. Los documentos internos de Philip Morris muestran que ya en los años cincuenta la empresa consideraba que la “filtración selectiva” era “imposible desde el punto de vista termodinámico”. Un filtro para cigarrillos es como beber cerveza con una pajita muy fina: quizá haya que sorber con más fuerza, pero se acaba ingiriendo lo mismo. La ventilación de los cigarrillos también es una sandez. Según las mediciones de algunas máquinas de humo, los cigarrillos “ventilados” con pequeños agujeros en el filtro pueden parecer menos tóxicos, pero la industria sabe que los fumadores pellizcan esos agujeros para cerrarlos. Es como hacer unos agujeros en una pajita, taparlos con la boca y decir que así se ingiere menos alcohol. El último engaño de la industria tabaquera es el cigarrillo electrónico (vapeo), del que se dice que es menos nocivo que el cigarrillo normal. Sin embargo, varias investigaciones independientes han demostrado que muchos vapeadores contienen más nicotina tóxica y adictiva que un paquete entero de cigarrillos, y que los jóvenes que vapean tienen el triple de probabilidades de convertirse en fumadores. En la última década, el consumo de tabaco entre los adolescentes se ha disparado en toda Europa. Un importante experto británico en salud ha advertido recientemente que, si el consumo de cigarrillos electrónicos sigue aumentando a este ritmo, casi todos los niños vapearán de aquí a cinco años.
Y, por último, tenemos el mayor cuento de todos: el de que fumar cigarrillos es una decisión tomada libremente. En realidad, la mayoría de los fumadores empiezan cuando son menores de edad y alrededor del 70% quiere dejarlo. Cada año lo intenta más de la mitad, pero, como el cigarrillo está hecho para ser tan adictivo, el intento suele fracasar. Un estudio canadiense ha llegado a la conclusión de que se necesita una media de nada menos que 30 intentos para romper definitivamente con la adicción.
La industria tabacalera sabe muy bien que el consumo de nicotina reconfigura el cerebro y crea una dependencia farmacológica tan fuerte como la adicción a la heroína o la cocaína. Esa es una diferencia fundamental entre la nicotina y el alcohol, porque entre quienes beben solo son alcohólicos el 3%, mientras que, en el caso de los cigarrillos, el porcentaje está entre el 80% y el 90%. Hay tan poca gente a la que verdaderamente le guste fumar que las tabacaleras se han inventado un apodo: “Los disfrutones”. Los documentos internos del sector también tienen nombres para los jóvenes: son los “aprendices”, los “prefumadores” o los “fumadores de reemplazo”.
Algún día los historiadores estudiarán nuestra época y les parecerá increíble que la industria del tabaco pudiera seguir prosperando durante tanto tiempo. Que un producto que contiene arsénico, cianuro e isótopos radiactivos pudiera venderse legalmente en los supermercados. Que tanta gente siguiera infravalorando el peligro durante tanto tiempo, porque ¿cuánta gente sabe que fumar, además, provoca cientos de miles de abortos espontáneos y dolencias como ceguera, calvicie, cataratas, menopausia precoz y disfunción eréctil? A los historiadores del futuro les asombrará el número de químicos que hicieron todo lo posible para que fumar fuera lo más adictivo posible. Les sorprenderá la cantidad de agentes comerciales que pusieron todo de su parte para que fumar fuera lo más sexy posible. Todos los abogados que se esforzaron al máximo para encubrir las mentiras de la industria tabacalera. “Llevo décadas estudiando estas empresas”, escribe el eminente historiador Robert N. Proctor, “y todavía, de vez en cuando, tengo que frotarme los ojos de asombro ante alguna nueva revelación nueva que saca a la luz prevaricaciones o artimañas”.
Esta industria está demasiado deseosa de hacernos creer que ya ha terminado la batalla contra las grandes tabacaleras. Que los espacios sin humo, las etiquetas de advertencia, la prohibición de la publicidad y los elevados impuestos han bastado para mitigar el problema. Pero no es verdad, ni mucho menos. Todavía queda mucho camino por recorrer. La prohibición de los anuncios ha aumentado los márgenes de beneficio de los fabricantes. La industria sabe que educar a los jóvenes suele servir para que fumar sea aún más popular. Y a los impuestos sobre el tabaco los han denominado “la segunda adicción”, no del fumador, sino del Gobierno, que gana tanto dinero con los fumadores que prefiere no complicarles demasiado la vida a las empresas. (El año pasado, Nueva Zelanda revocó la prohibición de fumar para compensar los recortes fiscales).
A pesar de todo, esta industria letal puede acabar y algún día acabará. Para ello deben suceder varias cosas. En primer lugar, tenemos que volver a indignarnos. Sin indignación pública, no existe presión política para que estas empresas respondan por sus actos. En segundo lugar, es necesario que se unan muchas más personas —activistas y grupos de presión, abogados y médicos— a la lucha contra la industria tabacalera. En tercer lugar, debemos tener muy claro nuestro objetivo fundamental: prohibir la fabricación y venta de cigarrillos.
Sí, la gente siempre ha fumado. Cualquiera debe tener la libertad de plantar tabaco en el jardín para su propio consumo. Pero no se debería permitir que nadie envenene a otras personas a escala industrial. El cigarrillo es un producto fraudulento que, como el amianto y el plomo de la pintura y la gasolina, no debería fabricarse ni venderse.»