717. Poemes d’estiu (4)
Avui he enllestit l’antologia poètica de la Raquel Lanseros. Ha sigut el meu primer estiu amb un poemari d’estiu: un llibre de poemes per gaudir unes poques pàgines cada dia d’aquells plens de calor i de vacances. No he sigut constant, però he sigut fidel: he deixat que les paraules em parlin i que el cor se m’ompli. Ha sigut bonic i vull repetir. La llista de poemes marcats és llarga i aniran transcribint-se, en constant i convençut degoteig. Avui dos poemes més d’aquesta sèrie sobre personatges anònims, ànimes sense nom que ens són properes.
Una mujer acude a la oficina
“A pesar de las huellas imparables
del tiempo en sus mejillas,
aún es joven.
Conserva esa sonrisa
capaz de derribar cualquier mentira.
Cuando duerme, la noche
despliega viejos versos a los pies de su cama.
Seis y media. La alarma amenazante
retumba contra el sueño.
Como a un pequeño pájaro enjaulado
la realidad la atrapa entre sus límites.
Las aceras bostezan bajo el peso del frío.
Príncipe de Vergara, Retiro, Banco de España,
Sevilla, Sol, Gran Vía, Tribunal.
En las aguas heladas de una nueva mañana
la multitud naufraga somnolienta.
Ella sueña con pájaros de plumaje estrellado
volando libremente bajo un cielo incesante.
Ha habido hombres de arena habitando sus brazos.
Algunos le dejaron en los labios
incienso, mirra y oro. Otros, pausadamente,
se fueron convirtiendo
en un clamor lejano de hojarasca.
Ella quiso a uno de ellos más que a sus propias manos.
Pero ya no lo ama.
Dicen que es el efecto inexorable
del tiempo sobre todo
lo que un día fue absoluto.”
El hombre que aprende a volar
“Mi abuelo, a espaldas de mi padre,
ya me lo había advertido con palabras
dulcemente pesadas en su esencia
de palomas extrañas sobrevolando el ánimo.
Y también con sonrisas socarronas.
Ser adulto, pequeña, puede ser una forma
de encajar en un todo previamente dispuesto
para ser uniforme, para dar apariencia
de funcionalidad bien consentida
igual que cada piedra de un callejón antiguo
escrupulosamente adoquinado.
Así que fui creciendo en la creencia
de la felicidad de los adultos,
en su papel callado de adoquines diversos,
cada uno sustentando con su esfuerzo
un trozo desigual de pavimento.
Una vez conocí
un hombre que dejó su confortable asiento,
sus fronteras vacías, su afán domesticado,
su agujero caliente de adoquín satisfecho.
Y no le importó el frío.
Huyó una primavera roja como cualquiera,
cuando son los almendros
la promesa nevada del futuro,
cuando los quinceañeros
aprendren en las sombras de los parques
la diferencia entre cóncavo y convexo.
Dicen que tomó un tren
que iba rumbo hacia el mar.
Nunca lo volví a ver.
Una vez conocí
un hombre que había oído hablar del otro hombre.
Según dijeron, iba recorriendo
el puerto somnoliento
de una vieja ciudad.
Lo vieron discutiendo con el Tiempo.
Arrebátame todo, le gritaba,
al fin y al cabo, todo ha sido siempre tuyo.
Y contaron que el Tiempo se alejó sonriendo.
A menudo los días tienden a suceder en el pasado.
Sin embargo, la noche
tiende a amar sobre todo
a aquellos que construyen
su casa en el presente.”