184. Les religions del jo i de Déu
Entre les homilies del Papa Francesc que he llegit n’hi ha una que m’encanta. Fou la que va pronunciar en la clausura del Sínode de l’Amazonia el 27 d’octubre de 2019. La vaig recuperar l’altre dia i transcric el gruix de la versió en castellà. Traieu-li els detallsmés purament religiosos que conté si us molesten i quedeu-vos amb l’essència: la reorientació i amor al proïsme, i la humilitat personal davant l’arrogància. Em sembla savi, clarivident i purament humà. Pren com a fil conductor la paràbola del fariseu i del publicà, que afegeixo prèviament.
La paràbola:
«A uns que es refiaven de ser justos i menyspreaven els altres, Jesús els proposà aquesta paràbola: Dos homes van pujar al temple a pregar: l'un era fariseu i l'altre publicà. El fariseu, dret, pregava així en el seu interior: "Déu meu, et dono gràcies perquè no sóc com els altres homes, lladres, injustos, adúlters, ni sóc tampoc com aquest publicà. Dejuno dos dies cada setmana i dono la desena part de tots els béns que adquireixo." Però el publicà, de lluny estant, no gosava ni aixecar els ulls al cel, sinó que es donava cops al pit, tot dient: "Déu meu, sigues-me propici, que sóc un pecador." Jo us dic que aquest va baixar perdonat a casa seva, i no l'altre; perquè tothom qui s'enalteix serà humiliat, però el qui s'humilia serà enaltit.»
Les paraules del Papa:
«1. La oración del fariseo comienza así: «Oh Dios, te agradezco». Es un buen inicio, porque la mejor oración es la de acción de gracias, es la de alabanza. Pero enseguida vemos el motivo de ese agradecimiento: «porque no soy como los demás hombres». Y, además, explica el motivo: porque ayuna dos veces a la semana, cuando entonces la obligación era una vez al año; paga el diezmo de todo lo que tiene, cuando lo establecido era sólo en base a los productos más importantes. En definitiva, presume porque cumple unos preceptos particulares de manera óptima. Pero olvida el más grande: amar a Dios y al prójimo. Satisfecho de su propia seguridad, de su propia capacidad de observar los mandamientos, de los propios méritos y virtudes, sólo está centrado en sí mismo. El drama de este hombre es que no tiene amor. Pero, como dice san Pablo, incluso lo mejor, sin amor, no sirve de nada. Y sin amor, ¿cuál es el resultado? Que al final, más que rezar, se elogia a sí mismo. De hecho, no le pide nada al Señor, porque no siente que tiene necesidad o que debe algo, sino que cree que se le debe a él. Está en el templo de Dios, pero practica otra religión, la religión del yo. Y tantos grupos “ilustrados”, “cristianos católicos”, van por este camino.
Y además de olvidar a Dios, olvida al prójimo, es más, lo desprecia. Es decir, para él no tiene un precio, no tiene un valor. Se considera mejor que los demás, a quienes llama, literalmente, “los demás, el resto”. Son “el resto”, son los descartados de quienes hay que mantenerse a distancia. ¡Cuántas veces vemos que se cumple esta dinámica en la vida y en la historia! Cuántas veces quien está delante, como el fariseo respecto al publicano, levanta muros para aumentar las distancias, haciendo que los demás estén más descartados aún. O también considerándolos inferiores y de poco valor, desprecia sus tradiciones, borra su historia, ocupa sus territorios, usurpa sus bienes. ¡Cuánta presunta superioridad que, también hoy se convierte en opresión y explotación –lo hemos visto en el Sínodo cuando hablábamos de la explotación de la creación, de la gente, de los habitantes de la Amazonía, de la trata de personas, del comercio de las personas! Los errores del pasado no han bastado para dejar de expoliar y causar heridas a nuestros hermanos y a nuestra hermana Tierra: lo hemos visto en el rostro desfigurado de la Amazonia. La religión del yo sigue, hipócrita con sus ritos y “oraciones” —tantos son católicos, se confiesan católicos, pero se han olvidado de ser cristianos y humanos—, olvidando que el verdadero culto a Dios pasa a través del amor al prójimo. También los cristianos que rezan y van a Misa el domingo están sujetos a esta religión del yo. Podemos mirarnos dentro y ver si también nosotros consideramos a alguien inferior, descartable, aunque sólo sea con palabras. Recemos para pedir la gracia de no considerarnos superiores, de creer que tenemos todo en orden, de no convertirnos en cínicos y burlones. Pidamos a Dios que nos cure de hablar mal y lamentarnos de los demás, de despreciar a nadie: son cosas que no le agradan.
2. Pasamos a la otra oración. La oración del publicano, en cambio, nos ayuda a comprender qué es lo que agrada a Dios. Él no comienza por sus méritos, sino por sus faltas; ni por sus riquezas, sino por su pobreza. No se trata de una pobreza económica —los publicanos eran ricos e incluso ganaban injustamente, a costa de sus connacionales— sino que siente una pobreza de vida, porque en el pecado nunca se vive bien. Ese hombre que se aprovecha de los demás se reconoce pobre ante Dios y el Señor escucha su oración, hecha sólo de siete palabras, pero también de actitudes verdaderas. En efecto, mientras el fariseo está delante en pie, el publicano permanece a distancia y “no se atreve ni a levantar los ojos al cielo”, porque cree que el cielo existe y es grande, mientras que él se siente pequeño. Y “se golpea el pecho”, porque en el pecho está el corazón. Su oración nace precisamente del corazón, es transparente; pone delante de Dios el corazón, no las apariencias. Rezar es dejar que Dios nos mire por dentro –es Dios el que me mira cuando rezo–, sin fingimientos, sin excusas, sin justificaciones. Muchas veces nos hacen reír los arrepentimientos llenos de justificaciones. Más que un arrepentimiento parece una autocanonización. Porque del diablo vienen la opacidad y la falsedad –estas son las justificaciones–; de Dios la luz y la verdad, la trasparencia de mi corazón.
Hoy, mirando al publicano, descubrimos de nuevo de dónde tenemos que volver a partir: del sentirnos necesitados de salvación, todos. Es el primer paso de la religión de Dios, que es misericordia hacia quien se reconoce miserable. En cambio, la raíz de todo error espiritual, como enseñaban los monjes antiguos, es creerse justos. Considerarse justos es dejar a Dios, el único justo, fuera de casa. Es tan importante esta actitud de partida que Jesús nos lo muestra con una comparación paradójica, poniendo juntos en la parábola a la persona más piadosa y devota de aquel tiempo, el fariseo, y al pecador público por excelencia, el publicano. Y el juicio se invierte: el que es bueno pero presuntuoso fracasa; a quien es desastroso pero humilde Dios lo exalta. Si nos miramos por dentro con sinceridad, vemos en nosotros a los dos, al publicano y al fariseo. Somos un poco publicanos, por pecadores, y un poco fariseos, por presuntuosos, capaces de justificarnos a nosotros mismos, campeones en justificarnos deliberadamente. Con los demás, a menudo funciona, pero con Dios no. Con Dios el maquillaje no funciona.»
Nota de l’autor: aquest article forma part d’una sèrie sobre el llegat del Papa Francesc. Si et ve de gust, la col·lecció la formen: el 5 , el 7 , el 18 , el 37, el 130, el 184, el 187, el 212, el 217, el 285, el 520, el 742 i el 743.